Asesinatos de andar por casa

Hay una escena repetida: una adolescente arrastra su maleta por alguna estación de ferrocarril y se para ante el expositor de libros de cualquiera de sus quioscos. La mirada se detiene en un libro. Se alegra y lo compra. Lo lleva en la mano todo el tiempo hasta que se sienta en el tren, que está a punto de salir, y empieza a leerlo. Lo lee durante todo el viaje y, quizá, si este es un poco largo, cuando llegue ya lo ha leído. Esto no significa nada. Porque lo releerá una y otra vez con el paso del tiempo. En una ocasión, la adolescente estará tan embebida en la lectura, que dejará pasar la parada correspondiente y llegará a una ciudad donde nadie la espera. Estoy segura de que en el libro hay crímenes. Y que son crímenes domésticos, de esos que se perpetran en el entorno familiar o entre amigos. Nada de conspiraciones planetarias, ni de sofisticación abrumadora. No. Crímenes sencillos, asesinatos que se anuncian, todo mezclado con tardes de té, con pudding de Navidad, con ram