Lidia Bennet, las cartas y las mujeres solteras
Cuando Lidia Bennet vuelve a casa después de su escapatoria con Wickham lo hace convertida en una mujer casada. Ya sabemos que para que la boda se celebrase, el señor Darcy tuvo que pagar cierta cantidad de dinero y buscarle, además, un empleo militar en el norte. Pero como Lidia es una muchacha sin sentido común, descerebrada y frívola, no repara en que su situación no es nada envidiable. Al contrario, presume de ella ante sus hermanas y adopta una actitud parecida a la de quien ha hecho una gran boda. La manera en que se presenta ante su familia y su comportamiento los días que el matrimonio pasa en Longbourn dan fe de ello.
Pero, además, cuando llegan las despedidas y, muy a su pesar, ha de subir al carruaje que la conducirá lejos, no deja de recomendar a sus hermanas que le escriban. Mandadme cartas, les dice, escribidme, ya que vosotras, como sois solteras, no tenéis otra cosa que hacer y yo estaré muy ocupada, porque las mujeres casadas no tenemos tiempo de nada. Esta filosofía no es solo de Lidia. Hay que reconocer que estaba bien asentada en la mente de las familias de la época. Por eso, Jane y Cassandra Austen son las encargadas de escribir las cartas que llegan a las casas familiares y que son crónicas, noticieros, boletines informativos de todo cuanto acontecía a las familias.
En las novelas de Austen hay una gran cantidad de cartas y muchos buenos escritores epistolares. Sobresalen las cartas que Jane Fairfax (Emma) dirige con periodicidad exacta a sus familiares, la señora Bates y la señorita Bates, de Highbury. En las cartas, de letra preciosa y buen aprovechamiento del papel, se cuentan todos los acontecimientos que le atañen a ella y a los señores con los que vive, de resultas de lo cual los habitantes del pueblo pueden hacerse idea clara de cómo es su vida, porque las cartas se leían en voz alta y se compartían con todos. También las cartas de Frank Churchill tienen buena factura y entusiasman tanto a su padre, el señor Weston, como al resto de oyentes, que, sin conocer a Frank, terminan concluyendo que es un muchacho muy sensato y que da gusto cómo escribe.
Las cartas en este tiempo cumplían no solo una función individual de comunicación entre dos personas, sino social, porque había un solo escritor y muchos destinatarios, aunque formalmente solo apareciera uno. Lo que aparece en las novelas es lo mismo que ocurría en la vida real de Jane Austen. Ella tenía a todos sus hermanos desperdigados por distintos lugares, algunos de ellos embarcados como marinos que eran, como Frank y Charles; otros viviendo en Londres y dedicados a negocios, como Henry; algunos eran clérigos, caso de James y otros, como Edward, personas ricas con una vida social intensa. Había de todo. Ellas dos, Cassandra y Jane, solteras y las únicas hijas que siguieron viviendo toda la vida con su madre, fueron las encargadas de mantener la comunicación, la llama viva de la familia, pues en sus cartas también hay comentarios sobre los sobrinos y sus inquietudes.
Tener habilidad para escribir cartas requería varias condiciones: por supuesto, saber expresarse por escrito, cosa que los Austen tenían como talento familiar; después, tener una bonita y legible letra, algo que Jane poseía como queda de manifiesto en las opiniones de sus sobrinos y puede observarse en las cartas que se conservan, unas ciento sesenta de las más de tres mil que escribió. Por último y nada desdeñable, estaba la cuestión del aprovechamiento del papel. Las cartas se escribían en papel que se doblaba en cuatro caras, una de las cuales llevaba la dirección del destinatario. Al doblarse, semejaba un sobre que se lacraba. La señorita Bates habla muy orgullosa de Jane Fairfax porque esta no solo escribe longitudinalmente sino que cruza la carta con escritura transversal, lo que suponía un uso extraordinario del espacio.
Quizá Jane Fairfax sea la mejor escritora de cartas que imagina Austen, pero en sus novelas hay cartas decisivas, cartas que desempeñan una función esencial en el argumento, porque arreglan parejas o ponen de manifiesto secretos o deshacen malentendidos. Eso ocurre con la carta que el señor Darcy escribe a Elizabeth Bennet después de que ella rechace su primera propuesta de matrimonio. Es una carta explicativa acerca de los motivos que ella le ha dado para su negativa. El dolor que esta le produce al señor Darcy es tal que no puede dejar de utilizar el medio más conveniente para intentar despejar las dudas que ella tiene sobre él. Por eso le escribe la carta, que ella lee entre conmovida y extrañada. Ese es el comienzo del cambio en su consideración hacia él.
Hay otra carta de singular importancia. La que le dirige a Anne Elliot el capitán Frederick Wentworth quien, después de años sin verla, ha regresado y quiere renovarle su amor, algo que ella dudaba, pues cuando lo rechazó (otro rechazo) él sufrió una enorme herida de la que ha tardado en recuperarse. Todo esto sucede en Persuasión, la última novela que escribió Jane Austen y que tiene ya un aire más nostálgico y melancólico. La carta a la que me refiero es un prodigio de sensibilidad y de comprensión. Imposible que ella no entienda con claridad que los sentimientos de él se mantienen firmes. Wentworth es un personaje singular en la galería de Austen, el único militar protagonista, y eso que los marinos estaban muy cerca de la familia porque Charles y Francis lo eran. Este es uno de los pocos casos en los que la vida real se cuela en las novelas porque la guerra fue una constante todos los años de su vida. Sin embargo, la guerra pasa de largo y ella se centra en lo que llama "estampas de la vida doméstica". Quién sabe si para que lo malo se olvidase o porque sus intereses estaban en ese retrato casi costumbrista de la vida cotidiana.
En Sentido y sensibilidad Marianne Dashwood, en el colmo de la desesperación, escribe cartas a Willoughby para preguntarle por los motivos de su alejamiento. No son cartas explicativas, son más bien gritos para reclamar una respuesta que nunca llega. Los malentendidos llegan aquí hasta el final del libro y faltará siempre el consuelo de las palabras. En Orgullo y prejuicio es también importante el cruce de cartas que desvelan el desenlace de la huida de Lidia y la parsimonia con la que el señor Bennet reacciona a las mismas, muestra clara de su carácter.
Salvando estos casos, es Emma el libro en el que la correspondencia tiene un mayor peso. La carta que recibe Harriet Smith al principio del libro, contiene la declaración de amor del granjero Martin. Las cartas de Jane Fairfax que ya he citado, las de Frank Churchill a su padre; las que, supuestamente, se cruzarán entre ellos, aunque esas nunca las conoceremos, pero que se adivinan por la prisa que lleva siempre Fairfax para acudir a la oficina de correos. Hay una carta del señor Elton en la que cuenta sus planes matrimoniales, en la que se destila su despecho. Escribir cartas era, por tanto, un desahogo, un medio de información, una forma de estar en contacto y de solucionar problemas sentimentales.
El estilo coloquial de las cartas que escribía Jane Austen ha sido puesto en relación con sus propias novelas. Como Cassandra Austen destruyó la mayoría de ellas y las que quedan, salvo excepciones, están repartidas por todo el mundo en colecciones privadas, no resulta posible extraer datos de su vida privada más allá de lo que sabemos. Su familia no quiso que trascendiera cómo era Jane Austen a excepción de pequeños detalles, algunos de ellos ciertamente exagerados, como los que hacían hincapié en que no quiso ser nunca una escritora profesional, algo que no puede ser cierto. Lo que sí sabemos es que practicó la escritura epistolar desde los Juvenilia, los escritos de su adolescencia de los que se conservan varios, ordenados en los mismos tres volúmenes que ella decidió. ¿Qué mayor prueba de vocación y decisión escritora que guardar con cuidado tus cuadernos de escritura, ordenarlos y clasificarlos? Algo que no debió resultar fácil habida cuenta de tantas mudanzas como su vida sufrió desde los veinticinco años en que dejó Steventon. Pero con ella tuvo que llevar siempre estos escritos que eran su posesión más preciada.
A mí siempre me ha interesado especialmente el hecho de que leyera sus novelas a un público minoritario formado por su familia, sus amigos y vecinos íntimos. Los sometía a aprobación, o, mejor dicho, les exponía lo que iba escribiendo aunque su idea seguía firma y no variaba. Sabía, estoy segura, de que su senda era tan personal que no podía adscribirse a ninguna corriente, ni al goticismo en boga, ni al emergente romanticismo. Eso lo dejó muy claro en todas las ocasiones que pudo. El largo tiempo transcurrido entre la escritura de algunas de sus obras y su publicación, pues salvo Emma, ninguna fue publicada con cierta rapidez, pudo hacer, de todas formas, que ella misma revisara y mejorara sus escritos, cosa de la que sí tenemos constancia. En sus cartas, y esto es interesante, hay datos sobre la aceptación y la opinión que esos oyentes tenían de su obra, lo que significa que también se aportan en las misivas informaciones sobre su propia creación literaria, que fue, en realidad, el centro de su vida.
(Ilustraciones de Hugh Thompson que acompañaron la edición de 'Orgullo y prejuicio' en 1894, incluidas en la edición especial que la editorial Alba publica en 2013 con motivo del bicentenario)
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