Natsumi y el pez (II)
Un día que estaba especialmente triste
entró en Internet. Allí, en el espacio blanco y rectilíneo del buscador, tecleó
una frase: “no siento nada, sólo tengo miedo”. No era una frase inventada, ni
elegida al azar. Era su frase, la que se repetía a sí misma cada día. Al
instante, tras pulsar la tecla grande con la palabra Enter, se desplegaron
todas las direcciones en las que aquella frase aparecía. Exactamente quinientas
veinticuatro. Las primeras direcciones no significaban nada, una amalgama de
palabras sin sentido. Pero, la que hacía el número doce escondía un poema
entero.
He aquí el poema que Natsumi leyó:
He
colocado los pies sobre un cojín dorado
La
ventana entreabierta me devuelve la luz
Pero
mi corazón está desierto.
No siento nada, sólo tengo miedo
No siento nada, sólo tengo miedo
Ya
lo he perdido todo, no sé dónde encontrarme
Es
el tiempo de otros lo que vivo
Para
mí ya no tienen dulzura las palabras.
Natsumi leyó el poema una y otra vez.
Le parecía haberlo escrito ella misma. Esa ventana está en mi habitación, pensó,
junto al pequeño armario blanco que tiene pintadas unas rosas. Por la ventana
entra a veces la luz, pero a Natsumi le molesta y tiene que cerrar las cortinas
ante la claridad. Porque la claridad descubre el pensamiento y ella no quiere
saber que está asustada. Sobre la cama está el cojín. Lleva sus iniciales en
color azul y su tela es suave, dorada y transparente, como la del poema. Suya
es la ventana, suyo el cojín y, suya también, la soledad del poeta.
Y el miedo.
Natsumi ha leído el poema una y otra
vez. Lo ha metido en su memoria como si fuera un resorte. Lo ha repasado, le ha
cambiado el tono y le ha puesto música. Natsumi cree que ella ha escrito el
poema.
Años después, cuando Edgar (o Roman)
se convirtió en un escritor reconocido, echó mano de aquel primer poema y de
otros muchos que habían surgido después, en las horas lentas de la tarde,
cuando el silencio le dictaba las palabras. Todos los poemas los escribió de
nuevo, esta vez en un flamante ordenador portátil, regalo de su esposa. Dudó
antes de hacerlo pero, pensándolo bien, decidió editarlos, quizá podrían
servirle a alguien, gente asustada como él, gente que pensara que el miedo no
tiene solución. Llamó así a su libro “Poemas
del miedo”. Se olvidó de él, ahora ya sí, y continuó su vida, libre.
Lo peor de todo es que éste no es su miedo. Es un miedo heredado. El miedo
pertenece a su abuela, que estaba en la cocina preparando un pastel cuando
llegó la masa caliente que tiñó sus manos de rojo. Pertenece a su madre y a sus
tías, que escuchaban el relato de la mujer cansada que se sienta en una
mecedora balanceante. Pero no es su miedo.
El poema de Edgar Boy la hace pensar. Si logra convertir su miedo en palabras,
si logra que ese miedo se quede ahí, la abandone, se sumerja en las palabras y
la deje a ella vivir, vivir solamente su vida y no la de su abuela, o de la sus
tías, o la vida de su madre, con esas tapias altas que ocultan la luz y el
sonido de las olas…si logra que su miedo, ese miedo prestado, que no es suyo,
se quede sujeto a las palabras, quizá, entonces…
No encontraba un camino por el que hundir los pies.
Era de noche y el sol también estaba oscuro.
Las hojas de los árboles no tenían sonidos.
El miedo me ha acompañado tantos años.
Ya no sabía vivir sin su presencia eterna.
Pero un rayo de luz atravesó el poniente.
Unos
días después de escribir esto, Natsumi puso nombre a las cosas. Escribió “bomba
atómica” donde antes ponía “masa ardiente”; buscó en los libros de Historia y
halló el significado de esos dolores viejos; descifró el crucigrama de su
desazón: tanto de miedo, tanto de cobardía, tanto de nostalgia, tanto de
incertidumbre. Luego, fue a ver a su padre. Éste se sorprendió: nunca había
tenido la alegría de que su hija cruzara las calles y llegara hasta el Majestic
Hotel, junto a la bonita bahía de Nagasaki, en la unión de los dos ríos. El
padre, que había sido siempre poco más que una sombra, no le dijo nada pero
sonrió y la llevó a conocerlo todo. Así Natsumi trató por vez primera a la
gente del hotel y se acostumbró a comer en la cocina.
Hace de esto algunos años. Lo he
contado ahora para que entendáis que Natsumi ya estaba preparada para vivir.
Por eso, a los quince años justos, conoció el amor. De éste no sabemos su
nombre, ni el perfil de su rostro, ni su edad, salvo el rastro que deja en los
poemas que Natsumi sigue escribiendo. Unos poemas que ya suman interminables
hojas y que se guardan en la casa, esperando que llegue el momento de que otros
los lean.
Natsumi ha escrito esa carta y la ha
guardado en el sobre y se ha dirigido al mar. Ya habéis leído esa parte de la
historia.
Natsumi ha metido el sobre con la
carta en un globo. Es un globo rojo y alargado que ella misma ha inflado con
toda la fuerza de sus pulmones. El sobre va dentro del globo y el globo apenas pesa,
a pesar de lo cual se hunde en el agua cuando Natsumi, desde el embarcadero del
hotel, lo lanza al mar. Una ola lo cubre en ese instante y se pierde en el
fondo. Desaparece de su vista, no queda nada visible del globo, ni de la carta,
ni del mensaje que lleva en ella, el que Natsumi ha escrito a su amor, el de
los quince años. Adiós, adiós, piensa Natsumi, viendo el balanceo de las olas,
adiós, llévate mi corazón hacia mi amado, llévale esta carta, haz que la
encuentre, haz que no me olvide…
¿Y el pez?
Kiotsi la leyó y deseó que fuera
dirigida a él. Nunca ha conocido a Natsumi. La carta es su tesoro.

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